jueves, 6 de septiembre de 2012

LA MODERNIDAD Y EL HOMBRE AGENDA

        EL hombre ha dejado extraviado en alguna parte del largo camino hacia la modernidad los rasgos atávicos que hicieron de su existencia una aventura impregnada de riesgos y sufrimientos. Bastaría con hacer una somera descripción de la sociedad española y europea del siglo XV en adelante (y con mayor abundamiento hacia el XIV y siglos anteriores) para evidenciar algo que, por entonces, parecía consustancial a la propia naturaleza humana: el afrontar empresas, desafíos o retos descomunales que, por sus peligros desconocidos, estaban al alcance de unos pocos elegidos por el destino. Escritas para la posteridad han quedado las gestas  épicas de los grandes descubrimientos marítimos, cuando hacerse a la mar entrañaba un extraordinario riesgo,   y la gloria histórica de los conquistadores de territorios de ultramar, cuya existencia no estaba reflejada en ningún mapa.. Pero juntos a estos personajes de leyenda, sobrevivían otros de modesta biografía, ciudadanos anónimos cuya impronta más notable era el reto de sobrevivir cada día en sociedades empobrecidas y convulsas,  donde había que andar listo para esquivar las dentelladas del hambre y  la violencia abisal de los ejércitos reales, de los asaltantes de caminos y de los recaudadores de impuestos.
          El carácter del hombre se ha ido atemperando con el paso de los siglos, hasta perder  la impulsividad y la ambición aventurera. En las sociedades actuales,  la forma de vivir la vida se ha convertido poco menos que en un ejercicio de rutinas, donde la mayor conquista es conseguir que nada altere el paso monótono de los días. Estamos ante la quinta esencia de una paz programada, sometida al control exhaustivo de nosotros mismos. Eso hace que nuestra existencia discurra por cauces previsibles, veraces, y que cualquier anormalidad o contratiempo, por pequeño que sea, desate trastornos inexplicables en muchos ciudadanos, inermes frente a lo desconocido,  y que se materializan en síntomas neuróticos como crisis de ansiedad, miedo, sudores, insomnio e inseguridad. La sociedad ha desarrollado  unas extraordinarias vacunas contra los acontecimientos no deseados y ese afán de protección y control ha hecho que establezcamos mecanismos de prevención hasta en los actos más simples y rutinarios. Nace así el prototipo de hombre asociado a un tipo de vida "light" y a una agenda, donde no hay citas que no tengan un horario preciso y no existen actos que no esté programados. Vestuario, gestos, palabras, tono, comidas, todo está ritualizado, milimetrado,  y hasta el más  pequeño cambio en la entonación de la voz tiene que  tener una finalidad precisa no ajena a la propia voluntad del sujeto.
         Hoy la aventura ha perdido su determinismo virginal y no figura en la configuración rutinaria de la vida del hombre, que trata de dejar en manos del azar apenas fracciones de tiempo imposibles de contar como vivida. Toda la casuística vital está regulada, desde el nacimiento a las últimas voluntades del moribundo, de modo que el propio programa educativo va estructurando  personalidades uniformes, tan parecidas una a otras que todos comienzan a parecer un mismo sujeto. En este ejercicio de pureza existencial nos movemos como en una biografía escrita de antemano, en la que pocas cosas pertenecen a nuestro libre albedrío o están por determinar. La seguridad personal se convierte así en una cárcel psicológica que nos hace esclavos de múltiples aprensiones y  miedos,  y en la que someterse libremente a riesgos o aventuras no controladas es enfretarse a los reducidos límites de nuestra propia personalidad. Alfonso Pérez Romero.


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