miércoles, 5 de diciembre de 2012

LA BALADA TRISTE DE LOS ESCLAVOS

VIENEN DE la tierra de los pastos regados con sangre de diamantes o petróleo, son los herederos de los blues melancólicos que todavía resuenan por los húmedos esteros del Mississippi y  por los  interminables campos de algodón de Louisiana. Vienen del otro lado del Atlántico, son descendientes de los hombres y mujeres que pescaban con las manos desnudas en el lago Titicaca y  de quienes cantaban al Rey Sol en las montañas peladas de Cuzco, mientras le rendían tributo de sangre al cóndor y a la llama.  Vienen de razas  altiva, la de quienes  entregaron  entre  lágrimas  las llaves de sus mejores recuerdos y se fueron cargados de nostalgia de las fértiles huertas de rosas y naranjos que bañaban las limpias  aguas del Darro, en la Andalucía almohade, hace poco más de siete siglos. 
      Las cosas apenas han cambiado, desde entonces, para los hombres que  fueron  esclavos  del egoísmo del amo blanco en las plantaciones de algodón, o de los crueles conquistadores de conciencias y  riquezas ajenas en una América de selvas e indígenas. Hace unos siglos, a los mandingas los atrapaban con redes en las orillas de las interminables playas del Senegal, los encadenaban por el cuello y los metían en las bodegas de un barco negrero para venderlos como esclavos, en subasta pública, al mejor postor.  Hoy,  viven  igualmente hacinados  y con frecuencia  se vulneran sus derechos más elementales. La diferencia más evidente es que, encima, se tienen que pagar ellos el viaje suicida al falso paraíso occidental. 
     El mundo ha evolucionado mucho en las formas, pero el fondo permanece inalterable como un estanque de agua helada. Persiste el derecho a la explotación del débil, de quienes no tienen los recursos necesarios o no saben usar las herramientas legales para defenderse. Están atados al duro remo de la galera laboral con grilletes de egoísmo, que es el sentimiento más generalizado entre la clase dominante, justo el que permite que en el mundo siga existiendo el hambre, la miseria, las enfermedades infecciosas y las guerras de exterminio. En la última década, a España han llegado muchos más inmigrantes de los que este País puede integrar sin traumas laborales. Pero de eso nadie quiere debatir, es políticamente incorrecto hacerlo. Llegaron no por un efecto llamada, sino por un efecto huida de las míseras condiciones de vida que existían y que existen en sus países de origen. Se la jugaron en una ruta suicida en la que muchos encontraron el sufrimiento y la muerte. Es probable que hoy haya en España  siete millones emigrantes que rebuscan, entre los excedentes del sistema, pan, trabajo y libertad. Es una pugna extrema entre pobres extranjeros y nacionales que no tienen otro recurso que sus manos. Los desheredados del mundo y los desheredados de aquí unidos por una misma desgracia fatal: la falta de trabajo. Los poderes públicos han creado una situación de tremenda y explosiva fragilidad, en la que estallidos xenófobos, propiciados por el hambre, pueden aparecer en cualquier momento. La inmigración masiva no fue una necesidad de sistema productivo español en un momento determinado, sino que vino propiciada por la expansión de las multinacionales españolas a países de Sudamérica y de África. Era cuestión de equilibrio de balanzas de pago y de atar con intereses recíprocos lo que en realidad era el negocio de unos pocos miles de accionistas. En España siempre ha habido un 12% de paro estructural. O lo que es lo mismo, una fuerza pasiva de más de dos millones de personas, sin cualificación profesional, que andaban al salto la mata, viviendo del turismo en verano y de las cosechas cíclicas en el sector agrario. Ahora hay un excedente multitudinario en todos los sectores, para mayor gloria empresarial, que no sólo puede elegir a los trabajadores, sino reducir los salarios a conveniencia a quienes no tienen más remedio que aceptar estas ofertas a la baja. Eso sin tener en cuenta lo que supone integrar en el sistema sanitario, educativo y de prestaciones no contributivas a siete millones de personas. Una verdadera debacle económica de la que nadie habla ni escribe por hipócrita conveniencia, o por temor a ser tachados de xenófobos. Todo esto ha sido propiciado por los dos partidos políticos dominantes, Partido Popular y PSOE., dos lastres para nuestro sistema democrático, que hace agua por todos sitios por culpa de  las decisiones irresponsables de sus representantes políticos.Alfonso Pérez Romero.

domingo, 2 de diciembre de 2012

ACNÉ REVOLUCIONARIO

No hay un detonante exacto, ni una fecha singular, que marque el ocaso de los dioses políticos españoles y el nacimiento de la todavía gestante revolución ética ciudadana. Y es que el pozo ciego y vomitivo de la corrupción, que ha contaminado nuestra convivencia y comprometido nuestro bienestar, no ha surgido por  ensalmo o arte de birlibirloque, sino que más bien se incubó en las secretas ciénegas donde el  poder asienta sus reales posaderas, justo sobre las gruesas moquetas que ensordecen las cautelosas pisadas de las aves carroñeras  y que   ponen un voto conventual de castidad y  silencio a las intrigas y puñaladas palaciegas.  Insisto en que la  descomposición política  se ha extendido como una silente enfermedad vírica, como una imparable pandemia  de despropósitos y abusos que ha terminado infectando a todo el sistema democrático. Y lo más grave es que los actores secundarios (el pueblo) de está drama bufo, de este timo de opereta,  no se han dado cuenta del engaño hasta que Europa les  ha exigido que abonen la factura pendiente de la bacanal política y económica.
      En este escenario tan negro que hace una década no podíamos ni siquiera imaginarlo, con la cuantía de las  pensiones y la calidad de la sanidad y la educación en franco deterioro, y con los trabajadores firmando contratos usura y soportando canallescos despidos y recortes, hay miles de ciudadanos con la salud tocada y entrado en años que, con la vida resuelta y el  horizonte del retiro despejado, han enarbolado la bandera de la rebeldía, la espada de la agitación, y se han lanzado a las calles coreando consignas revolucionarias.Y lo han hecho para apoyar la justas reivindicaciones de una juventud profundamente insatisfecha con un sistema tan permisivo con la corrupción, tan proclive a recurrir al despilfarro para comprar voluntades y votos y tan interesada en mantener sus  privilegios políticos, una juventud, digo, pues, que en muchos casos eran sus propios hijos, nietos y sobrinos. Hasta tres generaciones se han juntado en las calles y plazas de las ciudades de España, coreando gritos de unánime repulsa y de desprecio hacia una clase dirigente que se ha visto envuelta en continuos escándalos de saqueo de las arcas públicas.
      Nadie ignora a estas alturas que nuestros representantes políticos han traicionado sus ideales políticos y a su electorado, y han herido de muerte el propio sistema democrático, tal como hoy está concebido. En el ejercicio de sus competencias, han cometido los siete pecados capitales políticos: prostituir la economía, permitir el abuso especulativo de empresarios y financieros, y amparar y colaborar  en la quiebra contable y artificiosa de entidades financieras y bancos. Y lo han hecho desde la más absoluta impunidad legal, porque existe un pacto no escrito de silencio entre políticos, con el que se protegen unos a otros del fuego cruzado de denuncias y querellas. Este vergonzoso acuerdo verbal está garantizado por el equilibrio de intereses y privilegios en juego, de modo que ningún cargo público desenterrará el hacha de guerra para denunciar a los corruptos, salvo en casos muy esporádicos o puntuales, y en fechas muy justificadas y concretas, como son los períodos electorales. Después todo vuelve a la normalidad envenenada de siempre, al esgrima verbal floreado entre Partidos políticos, a la moderación argumental en las declaraciones a los medios, todo bajo un prisma ideológico muy correcto y juicioso,de falsa ejemplaridad. Pero esta imagen está desvirtuada por las continuas y variadas  rapiñas financieras, y hoy el descrédito de los políticos es tan acentuado que el propio sistema democrático se esta resquebrajando como un castillo de arena azotado por las olas y por los vientos del pueblo. Los confiados ciudadanos han perdido su inocencia democrática, porque se han dado cuenta que han sido víctima de una estafa económica y política  monumental.
      Y en este dantesco escenario de creciente paro, desahucios, hambre, miseria, estafas financieras, recortes, subidas de impuestos y rescate salvajes de bancos, es en el que aparecen los personajes principales de esta historia, nuestros hombres y mujeres próximos a  la tercera edad que, cansados de abusos políticos y engaños financieros, han abandonado la mecedora, el televisor y la telenovela de las cuatro, se han calzado sus botas y su chaqueta de cuero, y han puesto de nuevo en marcha el reloj de la historia personal de cada uno. Y con el alma llena de renovadas erupciones revolucionarias se han lanzado a las calles y plazas para dejar testimonio de su compromiso social, de su indudable indignación ciudadana, y para decirles a los jóvenes que no están sólo en su lucha solidaria y en su imparable revolución ética.  Les impulsa la incontestable certeza de que los truhanes políticos y financieros, que aún  se pavonean de poder sacarnos de esta crisis demencial, han laminado el bienestar de su familia, convertido  a sus hijos en esclavos de la usura internacional,  y le han sacado un billete sin retorno para el tren de la emigración, como única salida posible a  una precariedad laboral que durará décadas, en el mejor de los caso. Este análisis frío y lúcido de la situación,  es el que ha incendiado su corazón de náufragos de la dictadura y de supervivientes en el islote desierto de la democracia imperfecta,  y  el que los ha llevado hasta el límite del infarto revolucionario. En su cuerpo, lleno de dolencias seniles,  se ha obrado el milagro de la transformación biológica, como si el rejuvenecimiento de sus ideales hubieran propiciado un fortalecimiento similar en su organismo, devolviendo el vigor a sus brazos, la  luz a los lagrimales de sus ojos, confundidos por las tinieblas de las cataratas,  inflado sus pulmones de un aire limpio de montaña, y otorgado un vigor desconocido a sus huesos, dañados por la artrosis e inflamados por otras dolencias reumáticas. Ellos, que vieron como ardía París en mayo del 68, y como la contracultura hippies abominaba de un sistema esclavista de producción, se han lanzado a las calles y plazas con sus caras pintadas de acné revolucionario y, con renovados bríos, han gritado a los vientos su indignación y su asco, porque se saben también víctimas de un sistema corrupto, de un latrocinio continuado, al que el nuevo Gobierno surgido de las urnas pretender dar ahora un carácter institucional, como si los sablazos y recortes por decreto fueran un mal inevitable que terminará modernizando las estructurales laborales y sociales. Han olvidado las goteras y los achaques de la edad, las recomendaciones médicas de una vida ordenada y tranquilas, y se lanzan a tumba abierta a luchar contra la quiebra del modelo social y económico, laminado por la irresponsabilidad de los cuervos políticos y por la codicia de los cocodrilos financieros. Hay veces que, al contemplarlos hombro con hombro en las revueltas callejeras, me ha parecido advertir en la inmutable verticalidad de sus rostros, surcado de profundas grietas, una amarga sonrisa, una digna mueca de abatimiento, pero a los pocos minutos han emergido a la superficie de la lucha para contagiar su indeclinable entusiasmo a los más jóvenes, que sepan que no están solos en esta batalla desigual contra el totalitarismo financiero y sus cómplices político. No quieren ser una rémora para la revolución ética pendiente, por eso ocultan las heridas que el tiempo ha dejado sobre sus huesos, y se dejan abanicar  por el tremolar de banderas que proclaman el fin de los abusos y privilegios de una clase política, y el principio de un estado  social de verdaderos derechos.
     La epidermis revolucionaria se ha instalado con fuerza en su alma de quijotes  ideológicos, que han visto truncarse el sueño de una sociedad más justa y solidaria, por el que tanto lucharon sus padres y sus abuelos, y este sentimiento se hace más evidente cada vez que pasean por las calles y plazas de su ciudad y ven como la miseria y el hambre se va extendiendo por todas partes como una epidemia incontrolable. Constatan sin asombro como se ha multiplicado el número de personas que piden limosna a la puerta de las iglesias o en las esquinas de los grandes almacenes, y como otros muchos montan en cualquier parte un tenderete de pobreza y venden a cualquier precio los restos del naufragio familiar. En los nocturnos insomnios, cuando el desencanto duele en el alma desvelada, pasean por calles oscuras y desiertas y, bajo la luz agonizantes de alguna farola, comprueban sin asombro como docenas de mendigos, con la piel marcada por la daga del hambre, rebuscan en los cubos de basura de los supermercados, y rescatan con una sonrisa de satisfacción la fiambre caducada, la verdura contaminada por la podredumbre, las rebanadas de pan bañadas de relente y de luna.  Todo es tan triste, tan gris, tan inexplicablemente decadente y caduco, que parece una estampa en sepia arrancada a un pasado de posguerra colonial, de hambruna, miseria y piojos. Pero no es más que la confirmación del fracaso de un proyecto político, dinamitado por la corrupción y el despilfarro,  y de la extensión de sus consecuencias hacia las capas sociales más humildes y desamparadas. Y vuelven a sus casas, cansados de soledad y luna, con un desgarro ideológico en su alma, y surge en su alma la inevitable y áspera pregunta: ¿Por quién he estado luchando yo?, ¿por quiénes hemos estados luchando todos nosotros?. Ahora, quizás, si, ya sabemos que la sucesión de situaciones y personajes históricos producen el reflejo sensorial de que la civilización avanza hacia alguna parte, cuando en realidad estamos detenidos en la prehistoria, repitiendo una y otra vez con Hobbes que el hombre es un lobo para el hombre. Alfonso Pérez Romero.








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