EL REFLEJO efímero del ego triunfante nos hace dudar de que los ricos estén hechos de los mismos materiales de debilidades y miserias que los pobres. Envueltos en una ingrávida burbuja de elegancia y distinción, los célebres de opereta marcan una prudente distancia con el común de los mortales, los pobres hombres corrientes que muestran en sus trémulas carnes las heridas abiertas que provoca el desamparo laboral y las deudas eternas, cuando no el desahucio y el hambre. Insisto en que quienes están uncidos por el laurel de la fama, desprecian la moda social, el prêt-á-porter, por lo que cubren sus vergüenzas con sedas de Asia, cortadas por sastres de tijeras de oro y elaboradas a la medida de su vanidad. Estos ricos césares se divierten profanando los altares en los que se rinde culto pagano al becerro de oro, ante el que exudan sus podridas conciencias, antes de someterse a oníricos baños de masas y a extenuantes sesiones mediáticas de fotomontajes. Todo por mantener viva la llama del espectáculo y las ventas. Para estos nobles hidalgos, el éxito no es mirarse al espejo todas las mañanas y ver la huella de los años dibujada en cada arruga, en cada afrenta no vengada de la piel, sino maquillar la edad del tiempo y sonreír sublimes ante el milagro de las cremas y los afeites, de la liposucción y los rizos postizos, y un largo etcétera mercantilista que pone de manifiesto su profunda vacuidad intelectual y existencial. Y es así como, transformados por la química en modernos Dorian Gray, se convierten en iconos generacionales, en referente de una época y de una sociedad tan vacía de ideales como ahíta de ídolos. Saben provocar polémicas que convierten en oro, bien sean por sus montajes amorosos, por sus ganancias desorbitadas, por sus récord mercantiles, por sus simplonas melodías, por sus insoportables películas o cualquier otra actividad de entretenimiento social que cultiven, que es seguida y comentada con mediático interés por el pueblo.
A veces, estos vendedores de humo e incienso, provocan en los ciudadanos más ingenuos, en esos muchachos en flor con poca formación y menos experiencia, una mezcla de admiración injustificada y de envidia siempre excesiva. Y casi sin darse cuenta nace en su interior un secreto deseo de emulación personal, una fuerza invisible que arrastra y estimula su espíritu competitivo, pero que la mayoría de las veces termina en frustración y rabia, ante las escasas posibilidades que tienen de cumplir el complicado reto. No obstante, porque el azar es así de caprichoso, hay hombres afortunados que consiguen cumplir sus sueños, y se arranca a sí mismo de los arrabales de pobreza y se encumbra hasta cimas artísticas, deportivas o de cualquier otro género. Son chispas arrancadas al pedregal de la miseria, que no tardan en convertirse en objetos de adoración pagana, con miles de seguidores siguiendo la estela de esos sueños cumplidos.
Es verdad que en la vida el esfuerzo y el talento nunca jugaron papeles secundarios. De modo que la voluntad y la inteligencia son armas que nos disparan hacia el futuro y que nos hacen superar dificultades que, en otros casos, nos hubiera hecho desistir por considerarlas insalvables. El frío muro que separa el fracaso del éxito no existe más que como un malentendido social capaz de trastornar las conciencias más vulnerables, menos formadas. Tener éxito y creer que somos extraordinarios, irrepetibles o insustituibles, es dar facilidades para que aniden en nosotros los desequilibrios psicológicos. Hay mucha gente que trata de imitar la vida y milagros de personas a quien idolatran profundamente, sin darse cuenta de que no hay dos biografías iguales, porque las circunstancias son tan complejas como infinitas e irrepetibles. La frontera que separa la racionalidad de la neurosis no está claramente definida, pero el hombre debe acomodarse a sus limitaciones y no provocar acontecimientos sobre los que no tiene control alguno. Por lo demás, lo fundamental es saber que bajo la vanidad y la soberbia de los triunfadores, bajo esa halo de dioses del Olimpo, habitan hombres con sus egoísmos y sus dudas, que tratan de disimular para dignificar el retrato público de sus miserias. La riqueza no nos hace más inteligentes ni más sublimes, antes bien, al contrario, en muchos casos nos hace infinitamente más estúpidos y engreídos. No siempre somos lo que queremos parecer, porque para conseguirlo se exigiría una actuación pública impecable, sin interrupción y sin debilidades. Incluso me atrevería a decir que en el juego de los espejos del mundo, nuestra imagen se multiplica infinitamente. Somos tantos yo, como ojos nos ven. Hay pocas gentes con la suficiente sencillez y humildad como para aceptar su limitaciones y su finitud. Y demasiados egos actuando con vocación de sublimidad, fluctuando a conveniencia sentimientos y razones. Es el hombre en su complejidad esencial, con sus infinitos matices, que lo hacen casi invulnerable al conocimiento racional. Accedemos a las personas que nos rodean a través de la experiencia diaria, pero la información que nos proporcionan los datos empíricos es un reflejo equívoco y circunstancial. Y esto es así porque dentro del hombre están todos los hombres: el varón bondadoso, el asesino despiadado, el comerciante avariento, el banquero codicioso, el amante de la justicia, el violador insaciable.... En nuestro inconsciente cohabitan, en aparente y frágil equilibrio, todas las personalidades en una sola personalidad que, a su vez, controla y representa en público a las restantes. Digamos que es la comandante en jefe de los múltiples yo que invernan en nuestro inconsciente. Por lo general, se mantienen en segundo plano, obedecen, pero no de un modo ciego y absoluto, sino que en situaciones de tensión o inseguridad pueden llegar a descontrolarse y nos exigen un gran esfuerzo y equilibrio para mantenerlos en orden. En algunos casos, se amotinan y, algunas de nuestras personalidades secretas, toma el mando durante un cierto tiempo: son las alteraciones de ánimo, las depresiones, los estallidos de cólera. En definitiva, son los actos descontrolados en los que no nos reconocemos y de los que nos arrepentimos enseguida, porque nos avergonzamos. Alfonso Pérez Romero.
A veces, estos vendedores de humo e incienso, provocan en los ciudadanos más ingenuos, en esos muchachos en flor con poca formación y menos experiencia, una mezcla de admiración injustificada y de envidia siempre excesiva. Y casi sin darse cuenta nace en su interior un secreto deseo de emulación personal, una fuerza invisible que arrastra y estimula su espíritu competitivo, pero que la mayoría de las veces termina en frustración y rabia, ante las escasas posibilidades que tienen de cumplir el complicado reto. No obstante, porque el azar es así de caprichoso, hay hombres afortunados que consiguen cumplir sus sueños, y se arranca a sí mismo de los arrabales de pobreza y se encumbra hasta cimas artísticas, deportivas o de cualquier otro género. Son chispas arrancadas al pedregal de la miseria, que no tardan en convertirse en objetos de adoración pagana, con miles de seguidores siguiendo la estela de esos sueños cumplidos.
Es verdad que en la vida el esfuerzo y el talento nunca jugaron papeles secundarios. De modo que la voluntad y la inteligencia son armas que nos disparan hacia el futuro y que nos hacen superar dificultades que, en otros casos, nos hubiera hecho desistir por considerarlas insalvables. El frío muro que separa el fracaso del éxito no existe más que como un malentendido social capaz de trastornar las conciencias más vulnerables, menos formadas. Tener éxito y creer que somos extraordinarios, irrepetibles o insustituibles, es dar facilidades para que aniden en nosotros los desequilibrios psicológicos. Hay mucha gente que trata de imitar la vida y milagros de personas a quien idolatran profundamente, sin darse cuenta de que no hay dos biografías iguales, porque las circunstancias son tan complejas como infinitas e irrepetibles. La frontera que separa la racionalidad de la neurosis no está claramente definida, pero el hombre debe acomodarse a sus limitaciones y no provocar acontecimientos sobre los que no tiene control alguno. Por lo demás, lo fundamental es saber que bajo la vanidad y la soberbia de los triunfadores, bajo esa halo de dioses del Olimpo, habitan hombres con sus egoísmos y sus dudas, que tratan de disimular para dignificar el retrato público de sus miserias. La riqueza no nos hace más inteligentes ni más sublimes, antes bien, al contrario, en muchos casos nos hace infinitamente más estúpidos y engreídos. No siempre somos lo que queremos parecer, porque para conseguirlo se exigiría una actuación pública impecable, sin interrupción y sin debilidades. Incluso me atrevería a decir que en el juego de los espejos del mundo, nuestra imagen se multiplica infinitamente. Somos tantos yo, como ojos nos ven. Hay pocas gentes con la suficiente sencillez y humildad como para aceptar su limitaciones y su finitud. Y demasiados egos actuando con vocación de sublimidad, fluctuando a conveniencia sentimientos y razones. Es el hombre en su complejidad esencial, con sus infinitos matices, que lo hacen casi invulnerable al conocimiento racional. Accedemos a las personas que nos rodean a través de la experiencia diaria, pero la información que nos proporcionan los datos empíricos es un reflejo equívoco y circunstancial. Y esto es así porque dentro del hombre están todos los hombres: el varón bondadoso, el asesino despiadado, el comerciante avariento, el banquero codicioso, el amante de la justicia, el violador insaciable.... En nuestro inconsciente cohabitan, en aparente y frágil equilibrio, todas las personalidades en una sola personalidad que, a su vez, controla y representa en público a las restantes. Digamos que es la comandante en jefe de los múltiples yo que invernan en nuestro inconsciente. Por lo general, se mantienen en segundo plano, obedecen, pero no de un modo ciego y absoluto, sino que en situaciones de tensión o inseguridad pueden llegar a descontrolarse y nos exigen un gran esfuerzo y equilibrio para mantenerlos en orden. En algunos casos, se amotinan y, algunas de nuestras personalidades secretas, toma el mando durante un cierto tiempo: son las alteraciones de ánimo, las depresiones, los estallidos de cólera. En definitiva, son los actos descontrolados en los que no nos reconocemos y de los que nos arrepentimos enseguida, porque nos avergonzamos. Alfonso Pérez Romero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario